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martes, 19 de noviembre de 2013

Abba Kovner, la venganza judía



Hace unos días , esa cadena de televisión que muchas veces ignoramos porque nos parece excesivo su contenido cultural, emitió un reportaje sobre la venganza que tomaron los judíos después de la Segunda Guerra Mundial.

Al poner La 2 me sentí tan atraída por el contenido de lo que estaban emitiendo que apunté nombres y datos para poder contarlos en mi blog. Esta no es la típica historia del ojo por ojo, diente por diente, ni es una simple venganza, ni siquiera se puede reducir al término “historia”.

El Nakam fue una organización extremista judía liderada por Abba Kovner. Después de sufrir tantas vejaciones durante la Segunda Guerra Mundial, este grupo de judíos, no se conformaban con los escasos castigos impuestos a los nazis. Dentro de su cabeza se repetían las imágenes de desolación y muerte que había vivido su pueblo. Una comunidad con un autoestima reducido a cenizas, con un fuego interno que les decía que la guerra no había acabado.

Abba Kovner, líder del Nakam, quiso que los crímenes nazis no cayesen en saco roto. Para muchos fue un gran líder, para otros sólo un loco que empeoró las cosas más aún.

Intentó envenenar el agua de Munich, Berlín, Nuremburg, Hamburgo y Weimar, lo que se hubiese traducido en unos seis millones de muertes. Una masacre que de haberse cumplido deshumanizaría más aún un mundo en el que nadie confiaba. Pero el plan no llegó a efectuarse, Abba Kovner  fue detenido con dos cantimploras llenas de la mortal sustancia.

No corrieron tanta suerte cientos de prisioneros de las SS encarcelados en Stalag. Mediante arsénico en pan intentaron dar un paso más en su venganza, pero a pesar de muchos heridos graves no hubo ninguna muerte.

Un pasado difícil de juzgar desde nuestros tiempos. ¿Entendible? Cada uno que forme su opinión al respecto. La venganza nunca trae nada bueno, es una herramienta inútil a la hora de conseguir fines, pero el ser humano es así. Somos aquellos seres capaces de tomar la justicia por nuestra mano y creer que podemos decidir sobre quién merece o no vivir.

No hace falta irse a los tiempos de Kovner y el holocausto para darse cuenta de nuestro espíritu vengativo. Sólo hay que observar como a la hora de ver los informativos nos designamos jueces con frases como “A ese lo que habría que hacer es colgarle…”

Curiosa especie el ser humano, capaces de crear una vacuna para curar a millones de personas y a la vez dispuestos a acabar con millones de vidas por una idea.

Por desgracia el ser humano no aprende, o aprende poco, de sus errores del pasado.

domingo, 24 de marzo de 2013

Gustavo D. Perednik,LA JUDEOFOBIA ESPAÑOLA



LA JUDEOFOBIA ESPAÑOLA


Gustavo D. Perednik

Perednik acaba de publicar en inglés una extensa investigación sobre la judeofobia española, en la edición de otoño del Jewish Political Studies Review (Jerusalén, 15:3-4). En este artículo se sintetizan algunas de sus ideas acerca de esta patología social que, más de medio milenio después de la expulsión de los judíos de España, sigue carcomiendo el raciocinio de una buena parte de los españoles. Especialmente se destacan los medios de prensa de la península

Miguel Angel Moratinos publicó en junio de este año una exhortación para que Israel «despierte» y favorezca el surgimiento de un Estado árabe-palestino, el primero de la historia. Que los esfuerzos diplomáticos de Israel estuvieron y están encaminados en esa dirección, y que toda propuesta israelí para concretarlos fue respondida con un baño de sangre, pues parece escapársele al despierto exhortador.

Me pregunto si, en vistas del virulento recrudecimiento de la judeofobia europea, no debería escribirse un corolario a la moratinada, titulado Despierta Europa, por lo menos para sacudir a la mayoría de ellos que, según las encuestas del Eurobarómetro de noviembre pasado, opinan que el principal país que amenaza la paz mundial es Israel.

No las autocracias belicistas árabes que mantienen a sus pueblos en la miseria culpando siempre al exterior, ni algunas dictaduras corruptas del África, ni Irán fundamentalista, Libia asesina, Arabia misógina, Siria que ocupa el Líbano entero, Sudán genocida. Europa siente que Israel la amenaza, y Moratinos nos pide a los israelíes que nos despertemos y descubramos las causas de sentimientos tan sagaces.

Algunos genios europeos han dado un paso adicional y procedieron a explicar por qué Israel es el problema. Mikis Theodorakis acaba de declarar públicamente que «los judíos, carentes de historia, arrogantes y agresivos, son la raíz del mal». Goebbels perpetraba similares invitaciones al genocidio, pero por lo menos no se trataba de un admirado compositor. Mientras Europa odia a Israel y alienta a sus destructores, lo acusa simultáneamente de nazi. Así hablaron Gaspar Llamazares y José Saramago, quienes agregaron que no cabe conmiserarse ni siquiera por los sufrimientos que los judíos han sufrido en el pasado. Ni que hablar de los que sufren hoy.

Niños israelíes pueden volar en pedazos en pizzerías y fiestas de cumpleaños, pero para la mayor parte de los europeos la agresión radicará en «el muro» que Israel construye para impedir la infiltración de terroristas (dicho sea de paso, no hay muro alguno. Es una valla reversible parecida a la que España ha construido para evitar la infiltración de magrebíes en Melilla, y eso que Marruecos nunca se ha propuesto destruir España).

En un estudio sobre las actitudes judeofóbicas en varios países europeos que fue dada a conocer a fin de 2002, España resultó ser el peor, tanto entre los cinco países estudiados como entre otros cinco considerados dos meses antes. En la encuesta española, el 21% de los entrevistados resultaron judeófobos.

Se me ocurre que ingentes esfuerzos deberían invertirse en despertar a España de la pesadilla judeofóbica que la enferma; antes de que una buena parte de Europa, fría, hipócrita y suicida, sea capaz de perpetrar un pequeño Holocausto más, al mismo tiempo que le reproche a Israel ser nazi y asesino. Así operó el nazismo: mientras destruía al pueblo judío, explicaba su genocidio como un acto de autodefensa frente a las maquinaciones del «lobby judío».

El caso español

Imaginemos a un inquisidor del siglo XVI. Aun si se hubiera horrorizado de las matanzas de judíos en 1391, no habría sido capaz de notar que él mismo encarnaba la continuación de aquella cruzada judeofóbica. «¿Cómo puede usted comparar?» espetaría. «Ferrant Martínez masacró inocentes arbitrariamente. Nuestra Inquisición, por el contrario, tiene el noble objeto de proteger la unidad religiosa, y además otorga a las víctimas la opción de la fe antes de la hoguera.»

Del mismo modo, quien durante el siglo XIX se enterara con estupor de las torturas inquisitoriales, no admitiría que ese odio tuviera relación con la discriminación e injurias que durante su propia época padecían los descendientes de judíos: «¿Cómo se puede equiparar la brutalidad medieval –exclamaría– con la autodefensa de la sociedad española actual frente a las perniciosas influencias judaicas?»

La judeofobia es singular. No sólo porque se trata del odio más antiguo, universal, profundo, persistente, obsesivo, quimérico y eficaz que haya existido, sino porque quien lo padece, raramente lo asume conscientemente. Aunque Lope de Vega, Quevedo, o Bécquer, hubieran expresado reservas frente a los horrendos mitos del pasado que habían provocado el derramamiento de torrentes de sangre judía, los mitos pretéritos no los habrían disuadido de difamar ellos mismos a sus contemporáneos de origen israelita. Para el ilustre trío, los judíos dominan todo, corrompen todo.

Pareciera que la compasión por las víctimas judías, es válida siempre y cuando los agredidos ya hayan muerto en el remoto ayer. Empero, la sensibilidad para con el dolor tiende a desvanecerse cuando uno debe hurgar en la judeofobia que pervive en su propia sociedad.

De entre los españoles de hoy también, pocos proclamarían abiertamente odiarnos, pero la mayoría de ellos guarda, aún en el más cálido de los corazones, un gélido rincón para «el judío de los países». Una encuesta de Gallup, encontró que sólo el 4% de los españoles sienten empatía con Israel con respecto al conflicto en Medio Oriente.

Que Israel es el Estado más cuestionado del mundo no parece sorprenderlos. Que sufrió las dos terceras partes de las condenas de la Asamblea de las Naciones Unidas, no los hace parpadear, aun después de enterarse de que ese organismo, hasta 1991 jamás había condenado a ningún régimen árabe, pese a sus violaciones reiteradas a los derechos humanos.

No los conmueve que Israel es el único país del mundo que tiene vedado el acceso al Consejo de Seguridad, y que, a pesar de ser la única democracia del Medio Oriente, se descarguen sobre él los dardos acusadores de los medios de difusión. Que es el único país del mundo al que se zahiere con epítetos como «nazi», «cáncer de Medio Oriente», proferidos aun por intelectuales y grandes escritores. Que a los medios de difusión europeos los tiene obsesionados el pujante Estado cuya creación fue precisamente una necesidad para salvar millones de vidas de las garras de Europa. Ninguna prueba es suficiente. No despierta su admiración el reverdecer del desierto, ni el renacimiento del hebreo, ni la más alta tecnología. Al contrario: son logros con los que incrementan su arsenal de desprecio contra «la explotación judía». Y si Israel ha compartido sus logros en agricultura ayudando como ningún otro país a los africanos, pues es parte de su soberbia. Si siempre estuvo dispuesta a transacciones territoriales en aras de la paz, pues es mentirosa.

A Israel no hay que dejarlo ni hablar. No era suficiente con que tenga vedado el acceso a la mayor parte de los medios españoles. La Universidad Carlos III acaba de cancelar unilateralmente una presentación del embajador de Israel en España argumentando que recibió amenazas de violencia. Debemos suponer que también «los judíos» son los culpables de esas amenazas y así ¡una universidad! opta por someterse a los violentos, y silencia de plano a una de las partes de un conflicto. La verdad tiene en España una sola cara.

«¿Cómo puede usted comparar?» nos preguntarían enojados las marujatorres y los javieresnart. «¿Qué tienen que ver los excesos de la intolerancia en el pasado con las críticas al Estado sionista, dirigidas contra la ocupación?» Será quijotesco procurar que piensen en que el terrorismo palestino mataba niños judíos antes de la ocupación. Que se den cuenta de que Israel les ofreció en el año 2000 concluir la ocupación, y el jefe palestino rechazó la oferta sin contraproponer nada, y lanzó a su desdichado pueblo a un baño de sangre que lleva más de dos años. Será imposible sacudirlos de una judeofobia que les impide ver que la ocupación israelí no es la causa, sino la consecuencia de la agresión árabe.

El terrorismo árabe no nos mataba sólo antes de la ocupación. Mataba judíos décadas antes de que el Estado de Israel siquiera hubiera nacido. Un dato que entorpece la estrecha visión del judeófobo contemporáneo sería, por ejemplo, que terroristas árabes destruyeron la comunidad judía de Hebrón el 24 de agosto de 1929, décadas antes de «la ocupación». Asesinaron a decenas de judíos, hombres, mujeres y niños, sólo por ser judíos, exactamente igual que los pogromos que venían diezmando por medio siglo las comunidades israelitas de Europa Oriental. Una miniatura del Holocausto que comenzaría diez años después. ¿Por qué no habríamos de cotejar odio con odio, si compartían el mismo blanco, la misma saña, y la misma condonación generalizada?

No atenderán ningún argumento, porque la judeofobia de hoy, como la del pasado, padece de inconciencia. No admite reclamos. Se limita a atacar. Europa castiga a Israel cuando se atreve a defenderse, y se limita a condenar la judeofobia... pretérita.

Los medios de difusión españoles (salvo algunas honrosas excepciones) siguen el modelo enfermizo de El País, que consiste en demonizar a Israel, presentándolo como una intolerante teocracia financiada por un poder oculto internacional. El resultado es esperable: el lector medio no habrá de contentarse con ninguna «solución» al conflicto que en la práctica no implique la destrucción del único Estado judío del mundo. Un estado imperial cuyo territorio cabe más de veinte veces en España y más de quinientas veces en los territorios árabes, ricos en petróleo y en analfabetismo impuesto por jeques y reyezuelos.

Pero las voces ofensivas de su vocabulario, los españoles las tienen reservadas para los judíos. «Judiada» y «sinagoga» siguen siendo recogidos en España como insultos. Los antisionistas de hoy han extendido la nómina infame agregándole «Israel», y la voz «lobby judío», que en España se utiliza con una frecuencia escalofriante. Se atribuye al «lobby judío» todo tipo de maquinaciones, ¡en un país donde los judíos son el 0,05% de la población!). Marisa Paredes llegó a culpar a ese «lobby» que la película «El pianista» ganara un Oscar.

Sólo en los medios de España, Jenin fue un Holocausto. Sólo en España aún se reverencia la memoria de niños supuestamente torturados y martirizados por diabólicos judíos (un par de ejemplos son la catedral de La Seo en Zaragoza, y la de San Nicolás en Sevilla, en la que el obispo Carlos Amigo Vallejo difunde el libelo de sangre). Sólo en España «matar judíos» puede ser considerado un juego de niños.

Ni derecho a la existencia

Un artículo de Crónica esgrimió que los judíos están encaramados en la élite política española y que aún de la cárcel pueden liberarse gracias a sus conexiones en la banca, en la industria y en las tenebrosas bambalinas desde las que controlan todo. Cuando un atrevido lector osó cuestionar la calumnia, el editor Agustín Pery Riera publicó una respuesta que debería incluirse en una antología del atolondramiento más pérfido: «si alguien descubriera que la mitad de los hombres de negocios españoles son gaditanos, y yo pidiera un artículo al respecto, nadie me acusaría de querer destruirlos a todos» (13/11/02). El profundo pensador da aquí por sobreentendido dos taras de la judeofobia española: los judíos lo dominan todo, y la única forma posible de la judeofobia es «matarlos a todos». Si sólo se trata de insultarlos a todos, pues eso no es judeofobia. Es ciencia pura, políticamente correcta.

Cuando a principios de marzo de este año fui invitado a dar una conferencia a la universidad Rovira i Virgili de Tarragona, una avanzada estudiante me interrumpió con ingenuidad: «Me lo han explicado cien veces y no logro entenderlo: ¿qué derecho tiene Israel a existir?» Me permito detenerme en su pregunta porque intuyo que íntimamente se la formulan muchos españoles.

Si la audiencia tarraconense no hubiera sido hostil, habría optado por regalarle a mi interlocutora su centésimoprimera explicación, aunque convencido de que tampoco cien adicionales la habrían hecho entender, porque la judeofobia tiende a oscurecer el raciocinio.

Opté por no justificar mi existencia y le reboté su pregunta: «Estimada Eva, ¿sabe usted cuántos Estados hay en el mundo?» Como me replicó intrigada que lo ignoraba, me apresuré a aclararle: «Hay 192. Yo felicito a 191, porque han aprobado su concienzudo examen de derecho a la existencia. Hay un solo Estado, mucho más pequeño que Cataluña y agredido por los regímenes más atroces, al que usted ha reprobado en su minuciosa inspección. ¿No le despierta sospechas?» En mi experiencia, este método de retribuir un cuestionamiento con otro, coadyuva a quebrar el prejuicio.

Si hubiera optado por esclarecerla sobre nuestro derecho a existir, me habría bastado echar mano del judío más famoso del mundo. Jesús de Nazaret fue un hebreo en su tierra, un judío en Judea. Se regía por el mismo calendario de los israelíes de hoy, usaba su alfabeto y celebraba sus festividades, practicaba su religión y estudiaba el mismo libro. Asumía su historia y contemplaba la misma geografía. Jamás escuchó la palabra «Palestina» ni vio mezquita alguna. Al igual que David, que los macabeos, los escribas, los profetas, los salmistas, los reyes de Judea y los herederos de su tierra por milenios. Los que retornaron a su tierra siglo tras siglo, cuando en el mundo no había documento alguno que atestiguara la existencia de otro pueblo palestino más que el pueblo judío en Sión.

Adivine el lector: ¿con qué pueblo actual se habría identificado Jesús: con los griegos, los palestinos, o los israelíes? Quien pueda responder con honestidad una pregunta tan simple como esa, comprenderá nuestro derecho a una tierra en la que nos hemos forjado como nación, de la que nos alejaron por la fuerza, y a la que jamás renunciamos. Entiéndase eso, y la judeofobia contemporánea comenzará a disiparse.

Pero tampoco para los medios de difusión españoles bastarán cien explicaciones. Optan por las macabras caricaturas de Reboredo y de Ferreres acerca del sionismo y de Israel, como los europeos de antaño baldonaban al judío y su religión. Creo que a un diario local le sería suficiente publicar un titular bisilábico que se limitara a decir «Sharón», para que el lector medio reaccionara indignado por el despliegue de fanatismo y agresividad que le provocan las asociaciones de su imaginario.

Todos los Estados modernos nacieron gracias a movimientos nacionales, pero solamente el sionismo es bastardo a los ojos españoles. Es el único movimiento nacional al que se le atribuyen intentos de dominio mundial, como antaño a los judíos.

El terrorismo judeofóbico es invisible para los lentes europeos. Para los judíos no, porque lo pagamos con sangre. Por ello Israel continuará defendiéndose de una agresión que no admite alternativas: no se confronta a una u otra política, sino, como la estudiante Eva, cuestiona nuestra misma existencia. Israel no aparece en los mapas árabes cualesquiera, y la mayoría de los Estados árabes, después de medio siglo, aún no lo reconocen.

Ninguno de esos datos logra penetrar la muralla autista de los medios españoles. Someten al sionismo a una metamorfosis similar a la que la Europa de antaño sometía al judaísmo, «la religión vengativa y sanguinaria».

«¡Cómo puede usted comparar!» los oigo irritarse a los antoniogalas. Pues les respondo: lo hago, porque se trata del mismo objeto de desprecio, de la misma soberbia que elige sólo a uno para no perdonarle nada y deja a los demás indemnes de sus implacables dictámenes. Comparo porque es el mismo empecinamiento en descalificar al judío y sólo al judío. Comparo porque es la misma judeofobia letal, colérica e ingenua.

En esta campaña de demonización de Israel, el método más tentador para los medios es emplear voceros judíos, quienes por su origen permitan simular buena predisposición. Entrevístese a Chomsky, Shahak y Avneri, y Arafat querrá contratarlos para su ministerio de propaganda.

Con el ardid de hacer hablar a periodistas locales con apellidos judíos, o a israelíes que odian Israel, la ponzoña de la prensa se asume insospechable de judeofobia. Individuos que no representan a nadie entre los judíos, ocuparán páginas enteras de El País. El implícito argumento es de una lógica impecable: si nada menos que judíos critican a Israel, qué podría esperarse del resto de pobres nosotros. El lector inteligente sabrá cómo evitar caer en la trampa. Se espera de un diario, más que pluralidad de etnias y religiones, pluralidad de ideas. Una policromía que en general brilla por su ausencia cuando se debate sobre el Medio Oriente.

Porque sobre Israel, las conclusiones que se esperan del lector español son monocordes y maniqueas; la culpa la tiene Israel. Siempre el judío. Así fue el título del artículo de Enrique Curiel (La Razón de Madrid, 20/4/03): «El nombre del problema es Israel.» En una combinación de estulticia y paranoia que sólo la judeofobia puede engendrar, se explica allí que la culpa de la guerra en Irak la tienen los judíos, y que la Intifada árabe fue el resultado de una conspiración entre Bush, Ehud Barak y Ariel Sharón. Los pobres terroristas árabes (perdón, quise decir «activistas») son dominados por el poder judío internacional.

Escribo estas líneas para El Catoblepas, del círculo de Gustavo Bueno, que es en alguna medida una ráfaga de aire puro en una España contaminada de judeofobia suicida. Desde estas páginas sí puede hacerse un humilde llamamiento para que España tome una iniciativa educacional que la despierte de su obsesión para descalificar a un solo país, el judío.

Cuando el español medio tome conciencia de esa obsesión, podrá sacar una de dos conclusiones: o Israel es en efecto la obra más satánica de la historia humana, o bien la saña de la que el Estado judío es objeto, es la heredera directa de la que castigó al pueblo hebreo por milenios.

En ambos casos habremos revelado la judeofobia subyacente. Desvincularla pues de la judeofobia pretérita, sería tan ingenuo como atribuir toda opinión sobre el conflicto al odio antijudío. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Trabajar desde casa es trabajar más



Trabajar desde casa es trabajar más

LA PRODUCTIVIDAD Y EL AHORRO IMPULSAN EL EMPLEO A DISTANCIA

EL ESTANCAMIENTO PROFESIONAL Y LA SOLEDAD, LOS MAYORES RIESGOS

         
Pilar García va a la sede de su empresa, ASP Gems, dos días a la semana. El resto del tiempo trabaja desde casa. / CRISTOBAL MANUEL
Para reducir costes de oficina y energía, para ayudar a los trabajadores a conciliar; también para mejorar la productividad y retener talentos. Cada vez son más las empresas que apuestan por el teletrabajo. La fórmula de enviar o permitir al empleado a hacer sus labores (o parte de ellas) desde fuera de la oficina gana terreno en España impulsada por Internet y las tecnologías de la comunicación. El 21,8% de las empresas ya tiene programas de trabajo a distancia, según datos del INE. Desde grandes compañías como Indra, Kellogg’s o BBVA a pequeñas empresas que acaban de arrancar. Este sistema, además de reportar beneficios económicos —ahorro de costes y subvenciones—, puede aumentar la productividad. Y es que trabajar a distancia para muchos supone, según los expertos, trabajar más. Aunque tiene sus ventajas, no todo el mundo está preparado para ejercer desde su casa sin caer en la obsesión o el aislamiento. Además, la normativa que debería amparar a estos trabajadores todavía tiene algunas lagunas.
Teletrabajar no es trabajar desde casa. Es trabajar a distancia. En el jardín, en el salón o en un tren. Es una de las cosas que aclara la reforma laboral, que ha regulado, por primera vez, el teletrabajo. Aunque ha habido avances, siguen sin estar del todo claras las reglas de juego. Pero al menos, la nueva norma, establece que debe existir un contrato escrito sobre este régimen, que los empleados que trabajen a distancia tienen derecho a cobrar lo mismo que sus compañeros presenciales o que su empresa les debe garantizar medios, formación y posibilidad de ascender.
El potencial del teletrabajo sigue desaprovechado, según los sindicatos
“Los empleados que desarrollaban su labor sin estar entre las cuatro paredes de la empresa estaban regulados por unas escuetas reglas de hace décadas que se crearon pensando en las mujeres que tejían o cosían pantalones en su hogar. Hablaba de trabajo en casa. Ahora por fin es trabajo a distancia”, apunta Josep Ginesta, director de la Oficina de Trabajo de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), destinada a ofrecer orientación laboral a empresas y estudiantes. Este experto apunta que todavía queda pendiente un desarrollo más profundo de la reglamentación, pero agradece que al menos se hayan sentado algunas bases que puedan ayudar a eliminar alguno de los estigmas que acompañan al teletrabajo. Según la reforma laboral, el empresario deberá “establecer los medios necesarios” y “la formación profesional continua, a fin de favorecer su promoción profesional”. Según Ginesta, este es precisamente uno de los principales problemas del trabajo a distancia: el estancamiento profesional. Asegura que hay cifras que indican que el 20% de los teletrabajadores no vuelven nunca a ser promocionados. “Y la mayoría de teletrabajadores son mujeres. Lo que significa que si se extendiera la práctica sin paliar esto, el teletrabajo podría ser una condena, no un beneficio”, advierte. Otros riesgos quedan, sin embargo, todavía en el aire. Por ejemplo, los relacionados con las enfermedades laborales. Si una persona que está en casa trabajando tiene un accidente doméstico, ¿la baja será laboral o no? “Las mutuas, por sistema, no aceptan las dolencias que se producen en el hogar, y el trabajador tiene que reclamarlo”, dice Ginesta. Para los sindicatos, el potencial del teletrabajo sigue desaprovechado.
La presencia en las compañías de empleados a distancia va en aumento, aunque las estadísticas que lo miden son recientes, por lo que la comparación no puede hacerse con mucha perspectiva. Según el INE, actualmente el 21,8% de las compañías tienen personal que realiza al menos media jornada a la semana fuera de la sede de la empresa a través de herramientas telemáticas. Un año antes era el 21,6%. En 2009 era el 16%. Esta práctica es mayor en las grandes compañías (de más de 250 empleados), donde llega casi al 60%, mientras que en las de menos de 10 empleados solo alcanza al 18%.
Los defensores del teletrabajo, aunque reconocen que existen algunos riesgos, aseguran que tiene innumerables ventajas. En especial, económicas. Un estudio de la Red de Investigación para el Teletrabajo de Canadá y el Centro para el Desarrollo Económico de Calgary —donde se intenta impulsar esta fórmula— señala que dos días de teletrabajo a la semana pueden suponer un ahorro para las empresas, los empleados y el Estado de unos 35.000 millones de euros al año en ese país. “La disminución del movimiento de personal y el aumento de la productividad ayudan a las empresas a economizar. Además, el teletrabajo reduce el desgaste de los empleados y el absentismo”, explica Robyn Bews, responsable del estudio, que incide en que la medida evita gastos también a los asalariados, como el de desplazamiento, lo que ayuda a reducir los gases de efecto invernadero.
Un 60% de grandes empresas y solo un 10% de pymes tienen empleo a distancia
En España algunas grandes empresas han ido introduciendo la fórmula en los últimos años. Es el caso de Indra, por ejemplo, que tiene un programa de trabajo a distancia, destinado sobre todo a los empleos de perfil más técnico. Además, según explica una portavoz, siete de cada diez trabajadores que optan por este sistema de trabajo tienen “responsabilidades familiares”. Elena Torres lleva más de tres años teletrabajando para esta compañía. Es técnico de recursos humanos. Se dedica a gestionar incidencias que transmiten sus compañeros. “Mi vida ha mejorado mucho. Me organizo el tiempo a mi manera, y creo que soy mucho más productiva”, resume. En casa tiene un despacho desde donde se concentra gracias a las herramientas informáticas que la empresa le instaló. Dice que lo mejor ha sido ahorrarse los desplazamientos cuatro de los cinco días de la semana. “Vivo a 30 kilómetros de Madrid, donde está la oficina. A veces me suponía hasta una hora en coche, por los atascos”, recuerda. “Me acogí al teletrabajo porque tengo una hija pequeña, y me resultaba más fácil organizarme. Lo hablé con mis jefes y probamos. A veces es complicado separar los momentos de trabajo y familia, pero en general, es la mejor forma de no renunciar a mi vida laboral”, valora. Un día a la semana sigue yendo a la oficina. “Es importante seguir conectado. Dedico el día a reunirme con el resto del equipo”, dice.
Katy Hoffman trabaja para E.life desde su casa / CARLOS ROSILLO
Pero no solo las grandes compañías han decidido apostar por el teletrabajo. Para una empresa que comience su andadura puede ser la panacea a la falta de presupuesto o incluso el ADN de sus sistemas de trabajo. Los 25 trabajadores de ASP Gems se reúnen una vez al mes en la sede de la compañía —un chalé en Aravaca, a las afueras de Madrid—, para hacer una barbacoa. Se pone música, se hacen unas chuletas —o últimamente unas paellas— y se cuentan unos cuantos chistes. Es el único momento del mes en el que todos los empleados de esta compañía de desarrollo de software comparten el mismo espacio físico. Casi todos ellos trabajan —al menos dos días a la semana— desde su casa, y acuden a la oficina a esta cita mensual para ver a sus compañeros, a los clientes que se quieran apuntar, y a escuchar la charla que organiza la empresa sobre todo tipo de temas: teoría del caos, biotecnología, innovación. “Ese día es menos productivo, pero merece la pena, así se incentiva que la gente venga para conocerse y se trabaja mucho mejor”, explica Agustín Cuenca, consejero delegado. Cuando un empleado se incorpora a la empresa se le pide que acuda a la oficina tres días a la semana “para construir las relaciones personales”, dice Cuenca.
Pilar García, diseñadora gráfica de 34 años, va a la sede de Aravaca dos días a la semana. El resto del tiempo trabaja desde su casa, en Morata de Tajuña, a unos 50 kilómetros de Aravaca. Allí se ha construido su pequeño espacio laboral, un despacho que comparte con su novio —autónomo y que también trabaja desde casa— y, de cuando en cuando, con su gato y su perra. Es ella misma quien se marca el horario de trabajo. “De 10 de la mañana a seis de la tarde estoy siempre conectada con la oficina a través de Internet. Es un buen sistema que te permite tener más tiempo para cultivarte y progresar en tu vida”.
Una cultura empresarial aún muy ligada al trabajo por horas y no por objetivos hace que esta fórmula haya avanzado a pequeños pasos en España. “Pero mientras las tareas estén hechas bien en fondo y en forma, a la empresa le da igual si tardas menos tiempo en hacerlas o desde donde las hagas”, dice el consejero delegado de ASP Gems. Ni Cuenca ni García hablan de ahorro económico, sino de una mejor gestión del tiempo y de desarrollo de la creatividad. Sin embargo, el consejero delegado reconoce que la reducción de costes puede existir, por ejemplo, en gastos de oficina.
Regular en exceso mataría la esencia de esta práctica”, opina un experto
De lunes a viernes, Katy Hoffmann sigue exactamente la misma rutina diaria: se levanta, se ducha, se viste con ropa cómoda, se toma un café y anda un par de pasos hasta el salón de su casa de Madrid, su lugar de trabajo. Allí, se sienta siempre en el mismo lado del mismo sofá y enciende su ordenador portátil, su oficina virtual. Hoffmann, venezolana de 33 años, es la responsable de desarrollo de negocio en España de E.life, una empresa brasileña de monitorización de redes sociales en la que el 70% de sus 200 empleados teletrabajan. En Brasil, en México, en España, en Chile, en Alemania. El sistema siempre es el mismo, los empleados tienen una referencia de ocho horas diarias de dedicación, pero trabajan por objetivos. Y se reunen por grupos trimestralmente para analizar los proyectos. “Tenemos una pequeña oficina en un centro de negocios de Madrid, pero apenas la pisamos”, explica Tomás Martínez, responsable para España de la compañía.
Hoffman está satisfecha con el sistema de teletrabajo. Cuando no tiene reuniones con los clientes, cuenta, se conecta a Internet para estar comunicada constantemente con sus compañeros. Y puede hacerlo desde casa o, entre cita y cita, desde un café o un parque... “Skype, correo electrónico, chat... Hoy en día las posibilidades son infinitas. No nos vemos físicamente pero compartimos el mismo espacio virtual. No me siento sola”, cuenta. Esta es su segunda experiencia de teletrabajo y solo le ve ventajas. “Me ahorro el metro, comer fuera... Aunque tiene que ver mucho con las cualidades de cada persona. Es necesaria autodisciplina y organización, pero desde casa se trabaja mucho más. Eso de que se pierde el tiempo es un mito. En una oficina la gente se dispersa pero no se nota. No por estar físicamente a la vista del jefe se hace más”, afirma.
“No trabajas menos aunque el jefe no te esté mirando”, dice una empleada
“No hay razones objetivas para que España siga por detrás de otros países en cuanto a trabajo a distancia”, señala Roberto Martínez, director general de la Fundación Masfamilia, que impulsó el Libro Blanco del Teletrabajo. Según este amplio estudio, al 57% de los trabajadores españoles les gustaría que su empresa les ofreciera la posibilidad de trabajar a distancia. En materia de tecnología, dice el informe, las empresas y los hogares están preparados. “Es cierto que todavía faltan algunas cosas por resolver, como el tema de los riesgos laborales en el hogar. Pero tampoco se puede regular en exceso, porque se mataría el espíritu de lo que es el teletrabajo, basado en la flexibilidad”, concreta Martínez. Según Encarni Bonilla, de Comfia —la federación de servicios financieros y administrativos del sindicato CC OO—, debería haberse aprovechado la reforma laboral para vincular teletrabajo y los expedientes de regulación de empleo (ERE). “Debería incluirse como medida de flexibilidad para evitar despidos. Pero no es así”, lamenta.
En Google, al teletrabajo se le llama “trabajo en remoto”. Los empleados de esta compañía pueden trabajar en las oficinas o en casa. No hace falta pedir permiso a nadie, tampoco un estatus especial. “El trabajo en remoto es una vía innata de desarrollarte en Google”, asegura Marisa Toro, directora de Asuntos Públicos para España del gigante de Internet. “Y no solo se trabaja en casa, sino también en las oficinas de la compañía en cualquier parte del mundo”, explica. Su jefe, cuenta por ejemplo, está en Londres. Además, explica Toro, las videoconferencias y otras herramientas tecnológicas, que están en el ADN de está empresa, ayudan al sistema.
“Parece que esta libertad operativa podría generar cierto anarquismo, pero es todo lo contrario, la gente comunica muy abiertamente lo que hace y donde va a estar”, afirma Toro. La organización, basada en objetivos —en su caso trimestrales—, como el de muchas otras empresas, también ayuda. Además, hay evaluaciones y autoevaluaciones.
Pero no todo son historias de éxito en el teletrabajo, aunque tampoco es fácil que alguien que ha fracasado en su labor a distancia quiera compartirlo. Pero fracasos, haberlos, haylos. El experto de la UOC cita muchos nuevos retos asociados a esta práctica. “En una oficina te puedes electrocut ar o puedes tener malas posturas. Cuando trabajas de manera autónoma además hay que controlar otros riesgos psicosociales, como el tecnoestrés, la tecnodependencia, el aislamiento social...”, enumera.
Bajando a las anécdotas, Ginesta cuenta varios casos. Por ejemplo, el de un empleado que engordó 12 kilos. “Cuando estás en casa corres el riesgo de que la ansiedad y el estrés se solucione con excursiones a la nevera”, advierte. También recuerda el caso de otra chica que le comentó que estaba muy contenta “porque llevaba una semana trabajando, sin salir de casa y en pijama”. “Eso no es bueno. Uno no puede aislarse del mundo”, le explicó. Otro trabajador le pidió volver a la oficina. “Desde que estaba en casa tenía muchas discusiones con su pareja”, recuerda. Para evitar riesgos Ginesta recomienda preparar a los que serán teletrabajadores y darles armas para enfrentarse a los riesgos. “También hay que formar a los jefes que coordinan equipos con gente conectada desde fuera. No es igual liderar online que en persona”, apunta.

martes, 13 de noviembre de 2012

Literatura sin complejos


Literatura sin complejos

Nadie se parecía a nadie pero todos fueron –son- escritores magistrales

El grupo del boom era consciente de la necesidad de nombrarse e identificarse en el mercado literario y político

Un margen de libertad e intención y unos mecanismos de fabulación simplemente inéditos en lengua española.

Es fácil sucumbir a la erosión del tiempo y creer que fueron menos de lo que se creyó entonces. O que hay una explicación socio-política coyuntural para que fuese vivida tanta literatura nueva como una tramposa epifanía del genio literario americano. Pero es una mala tentación: el lector hispánico tuvo la vivencia de estar ante un ciclo expansivo de creación literaria poderosa y polimorfa y hoy no hay razones literarias para entenderlo de otro modo. Más bien todo lo contrario: la necesidad de superar el legado de un puñado de grandes escritores no pasa por rebajar la entidad de su creación sino por inventar el propio modo literario administrando ese pasado. Ni Roberto Bolaño ni Ricardo Piglia o César Aira -ni los más jóvenes Juan Villoro o Juan Gabriel Vásquez- existen fuera del programa de formación implícito que hubo en reconocer el magisterio de una docena larga de nombres de la novela contemporánea.
Una mirada sintética, o de un sólo golpe, a la producción narrativa de los años cincuenta y sesenta sigue despertando la intuición de un vértigo ingobernable, pero no impide formular alguna hipótesis explicativa útil, como ha hecho Pablo Sánchez: por un momento fue imaginable la alianza de la vanguardia política y anticapitalista de América con la vanguardia estética de la literatura. Y sin embargo ese sueño duró poco porque desde 1969-1970 esa alianza empezaba a cuartearse y el sueño de perpetuar esa alianza política y literaria fue deshaciéndose en la dispersión de intereses singulares, las deserciones ideológicas y hasta la inclusión de algunos de aquellos nuevos nombres en las listas negras de agentes del sistema capitalista que, teóricamente, debían contribuir a hundir.
Pero en esa interpretación la literatura quedaba entonces y queda hoy indemne. Tanto en el Cortázar de Rayuela y sus relatos como en el García Márquez de El coronel no tiene quien le escribaCien años de soledad o Relato de un náufrago como en el capitán de las palabras, la noche y el sexo, Cabrera Infante, o en el Fuentes más primigenio y exacto –el de La muerte de Artemio Cruz- estaba latiendo una inventiva sin muletas políticas. No porque careciesen de intención política o ideológica sino porque sus obras no eran cautivas de esas razones. Vivían integradas en la malla moral de una rebeldía sofisticada hecha de lenguaje y estilo pero también de pletórica y desacomplejada instalación en la modernidad occidental de la novela. Cortázar hubo de repetir una y otra vez que la revolución de las cosas debía empezar por la revolución de las palabras: sin imaginación puramente literaria no habría imaginación posible de un Mundo nuevo, como quiso llamarse una de las revistas de entonces.
Se encargaron de recordarlo los propios escritores, o parte de ellos, para autoproclamarse los nuevos señores de la novela literaria por fin y definitivamente moderna: escribían sobre sus obras respectivas, se explicaban mutuamente, se trabaron como cómplices de un movimiento que podía transformar la realidad social a través de la literatura y sin renunciar a la literatura. Habían digerido a Joyce y a Faulkner, habían perdido indigenismo o localismo a través de la explotación intensiva del localismo (fuese en Macondo o fuese en La Habana), y desde luego eran hijos de la era del compromiso político del escritor como vanguardia social. La construcción del presente fue cosa menos de los críticos que de los propios escritores, conscientes de la necesidad de nombrarse e identificarse coherentemente en el mercado literario y político.
El más joven de los mejores también fue el más atípico en casi todo: Vargas Llosa sacudió antes que nadie la literatura en España porque aquí tuvo su público inmediato y numeroso desde el primer instante conLos jefes y después con La ciudad y los perros a través del Premio Biblioteca Breve de 1962 (que iban a ganar también Vicente Leñero, Carlos Fuentes y Cabrera Infante). ¿Es paradójico? En absoluto: jóvenes críticos españoles en torno a la treintena corta o larga experimentaron a lo largo de los sesenta el deslumbramiento gota a gota ante aquella literatura y asumieron la razón solidaria de difundir nombres desconocidos en su mayor parte y desde luego casi inaccesibles hasta finales de los sesenta. Ejercieron de intrigantes oráculos sobre una literatura enigmática y fueron cómplices de la vanguardia editorial del momento –Carlos Barral, por supuesto-, pero también Destino, Planeta o la Alianza Editorial de Jaime Salinas y Javier Pradera.
El rencor nacionalista fue cierto, por supuesto, pero sólo en los más débiles hizo daño verdadero. No hubo duda alguna sobre la categoría –cualitativa y cuantitativa- de escritores que escribían desde una órbita celeste, con un margen de libertad e intención y unos mecanismos de fabulación simplemente inéditos en lengua española. El lector podía escoger entre maestros que a menudo eran, además, maestros literalmente jóvenes. Ese fue el principio del futuro: la consagración popular de esa narrativa nueva significó también la exhibición de libertad de poética por parte de novelistas (y de lectores). La libertad que aportaron fue también la de escoger la floritura imaginativa, sentimental e irónica de Cortázar, la densidad de sentidos y leyenda de García Márquez o el neobarroco estilístico de Lezama Lima o Mújica Láinez; la ambición refundadora de Carlos Fuentes, la fortaleza moral de un compromiso en Vargas Llosa, la autocompasión deshilachada de humor de Bryce Echenique o la melancolía derrotada de lucidez de Julio Ramón Ribeyro; la asepsia envenenada de Juan Carlos Onetti, la calentura de juego y sexo de Cabrera Infante o la espiral irracionalista de la angustia de José Donoso. Nadie se parecía a nadie pero todos fueron –son- magistrales. Conjeturar desde el presente lo contrario se parecería mucho a una forma patológica del masoquismo social.